jueves, 1 de mayo de 2008

Diez años de Martinis rosados. Hey, Eugene!


No cabe duda de que las fiestas son una versión casera de un deporte extremo. Así como existe quien con actitud suicida busca contagiarse de Sida, los que escalan edificios públicos o se arrojan de sinuosas pendientes a bordo de una patineta, optar por el rol de anfitrión de una turba embravecida es una actividad de alto riesgo, que trae emparejada una maestría en manejo de desechos tóxicos, residuos orgánicos y terapia de grupo.

Pero si cuidar que el alcohol no se derrame, que la gente no vomite en sitios inadecuados y que no terminen por estrangularse los unos a los otros son variantes de esta práctica deportiva del tercer milenio, otra de sus estilizadas variantes complementarias es la de fungir como Dj improvisado, con el objetivo de conciliar gustos y expectativas divergentes y opuestas.
Si bien se requiere habilidad para hacer tabla rasa y satisfacer a la mayoría, en ello no se halla ningún encanto para un deportista radical; el verdadero riesgo viene cuando el pinchadiscos decide no complacer a la concurrencia y opta por confrontarla, por sacarla de sus parámetros convencionales; ese es el auténtico reto.

Nada mejor que arengar a los morraleros de la “hueva” trova con agitados y estridentes acordes punks; amenizar una reunión de judíos ortodoxos con música árabe o convertir tu sala en Chocolate City y poner pura música negra si es que se ha filtrado algún racista (uno no escoge a los colados). Pero en general, lo más probable es que predominen las huestes progres que esperan largas sesiones de rock actual, electrónica avanzada o un repaso por singles inapelables.
Pocas cosas se comparan al placer de tocar discos tirando a la contra. A un tipo de enorme cresta ofertarle minimal techno y a un entachado raver hacerlo imitar una guitarra de aire o rasgar pesados riffs metaleros. Desvirgar oídos castos con los rasposos cantos de Tom Waits o Corcobado. Al momento en que alguien anticipa la llegada de rolas de Paulina Rubia (un intelectual pedo, quizá) es muy disfrutable acometer con System of a down o Tool.

Cuando el asunto predecible sería apostar por el hype, es más divertido elegir algo que suene antiguo y que nada tenga que ver con el rock. Ese es el encanto que encuentro en una música tan demodé como la que toca Pink Martini, que puede volver guay a las bandas sonoras de las películas de Doris Day o Audrey Hepburn o colocar detrás de la barra de tu casa a toda una orquesta afoantillana tocando “¿Dónde estás, Yolanda?”.

Hemos crecido repudiando a Frank Pourcel, Glenn Miller, Paul Anka, Sinatra o a Fred Astaire bailando bajo la lluvia, pues todos ellos representan a una estética con la que poco o nada nos identificamos, pues nos refiere a familias felices o amargos pasajes biográficos en que nos obligaban a participar en los montajes escolares de El pájaro azul o El mago de Oz. El escenario parecería ser el de un comercial gringo de los años 50, en el que una lovely american family desayuna alegremente cereal.

Alguna vez un presidente mexicano prometió que cada ciudadano manejaría un Cadillac y que debíamos estar preparados para administrar la riqueza. Fue la ilusión de un pasado feliz, en que estaba de moda ser cosmopolita. Nada de eso se cumplió, pero no está de más recrear aquellas épocas con gran sentido del humor e ironía. Es parecido a la fascinación de ver una vieja película de ciencia ficción con decorados en cartón piedra o repasar la saga de luchadores, momias aztecas o charros contra gangsters.

Pink Martini nos permite crear una humorada en que somos sofisticados, bebemos exóticos licores y vestimos de etiqueta rigurosa (¿cuantos tenemos un smoking propio o más bien, cuantas veces hemos usado uno?). Por eso no resulta extraño que esta elegante y fantacista Big band, procedente de Portland, Oregón, haya tocado en la fiesta de inauguración, en octubre del 2003, del Teatro Disney, el platinado edificio creado por Frank Gehry. Es una extraña agrupación musical que ama la música del pasado y la toca en el presente, cuyo tipo de encanto puede ser descrito con una palabra que ya se usa muy poco: charmé.

Su tercer disco en diez años de existencia, Hey Eugene! (07), es ante todo un cocktail lingüístico, pues se las arreglan para cantar en italiano, árabe, japonés, ruso, español, francés, portugués y, por supuesto, inglés. Pasar por sus canciones es como hojear un viejo ejemplar de Time o Selecciones del Readers Digest.

Abre con “Everywhere”, un tema que inmediatamente nos remonta a los años dorados de Hollywood y desde esa perspectiva arranca el viaje cultural y cronológico, que alterna piezas ya existentes con nuevas composiciones, pero siempre apegándose a estructuras de época y su determinado sonido. Son brillantes ejemplos de sus buenos haceres: “Tempo perdido” y “Taya tan”, que sólo espera que Tarantino la haga suya.

El combo fue creado en 1994, por el pianista Thomas M. Lauderdale, nacido en 1970, hijo adoptivo de granjeros de Indiana y de genes asiáticos. Niño prodigio, comenzó a tocar el piano a los 6 años, después pasó por el conservatorio y la Universidad. De hecho se graduó con honores de Literatura e Historia en Harvard. Allí conoció a China Forbes, originaria de Massachusetts, quien cantaba arias de Puccini y Verdi con Lauderdale en las teclas. La pareja pasó por la escena de Broadway antes de formar al martini rosado.

Ambos organizaron a una oncena de músicos para que los acompañara, entre los que destaca el trombón de Robert Taylor, Paloma Griffin en el violín y las percusiones de Doug Smith, Brian Davis, Derek Rieth, Martin Zarzar y Thimothy Nishimoto. Además de cuatro elementos adicionales para presentarse en vivo.

La receta para preparar el Pink Martini: incluye algunas onzas de jazz, una buena carga de percusión latina y una pizca de música para cine de mediados del siglo pasado. Lauderdale tiene una idea muy peculiar de su quehacer artístico, ya que define su sonido como: “una mezcla entre una orquesta cubana de 1930, un conjunto clásico de música de cámara, una fanfarria brasileña y un film negro japonés”.

En un principio, Lauderdale y Forbes tenían la idea de que su escuadrón sólo sería invitado a festivales de activismo social y cultural, jamás esperaron el reconocimiento masivo ni las grandes ventas, hasta que fueron invitados al Festival de Cannes de fin de siglo, de donde desprendieron una extensa gira europea.

Además de tocar junto a orquestas sinfónicas, también fueron escogidos para la inauguración del Hotel Bellagio en Las Vegas y el del 100 aniversario de la William Morris Agency, junto a Al Green, en Los Angeles.

Hey Eugene prolonga una trayectoria que inició hace diez años con la publicación de Sympathique, que incluía el sencillo del mismo nombre y que le valió la atención de escuchas eclécticos. Cada disco suyo ve la luz con su propio sello, Heinz Records; sorprendentemente, su debut colocó casi un millón de copias y alcanzó discos de Oro y platino en Francia, Suiza, Turquía y Grecia. Siete años demoraron en editar una segunda entrega Hang on little tomato, que dedican principalmente a los temas propios, aunque de cualquier se alimentan de las formas añejas, por lo que incluyen “Anna (El Negro Zumbón)” de Vatro/Giordano y “Song of the Black Swan”, del brasileño Héctor Villa Lobos. Cantado en seis idiomas, a la postre vendió más de medio millón de placas.

Ciertamente su audiencia es de lo más heterodoxa como también lo es la gran calidad interpretativa de la banda, así como el excelso canto de China, un placer sofisticado y vintage, que los ha llevado a ser elegidos por disqueras como Putumayo para sus compilaciones, así como las del Buddha Bar y la teleserie The Sopranos.Hey Eugene son 12 temas no aptos para puristas, se burlan con elegancia de todo tipo de fundamentalismo. Lo suyo es un arte atemporal, realizado con humildad, ya que Laurderdale ha llegado a señalar: “Mi esperanza es crear un exquisito tapiz musical que pueda ser tocado en cualquier ocasión, desde música de fondo para un encuentro amoroso, hasta para pasar la aspiradora por tu casa.”

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