Tras el asesinato queda el cuerpo, pero no sólo se pierde un alma; tras una muerte física se desata todo un proceso de putrefacción que también acaba con la familia, con la inocencia y con la integridad.
La segunda novela de Diego José (1973) tiene como escenario una ciudad de provincia que puede ser casi cualquiera que experimente la transición de dejar de ser un pueblo grande para convertirse en otra anodina urbe sin identidad propia, un monstruo más de la modernidad.
Con gran cercanía al esquema del clásico Fuenteovejuna, aquí se cuenta el proceso de putrefacción de una sociedad y una nación entera en que imperan la impunidad y la ley de la selva. “A quien le importa, cuando vivimos en un país en el que iniciarse en el crimen desde joven es una forma de adquirir los anticuerpos que necesitarás para subsistir a la corrupción en el mundo de los adultos”.
Lo público y lo privado se entreveran. En el seno de una familia muere la hija adolescente, la encuentra su hermano menor. El padre se devasta y la madre decide mandarlo todo al carajo. Al chiquillo protagonista sólo le queda la posibilidad de escapar, mientras observa como el entorno se colapsa.
Este poeta vuelto también narrador es uno de los talentos mexicanos que se abre espacio en el mercado editorial español. Posee una prosa tan prístina que su crónica de la violencia cómplice es tan exacta como conmovedora. “Afuera, ruido de ambulancias, el morbo escurriéndose por los colmillos de los vecinos, gente de la ciudad, prensa, chirridos de llantas, olor a caucho.”
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