De verdad que soy un convencido de que el azar tiende hilos invisible para que los acontecimientos ocurran de una determinada manera; a veces los elementos se conjugan para que sobre el velero de nuestra existencia sople un potente viento a favor.
Y digo esto porque no estaba planeado que el día de hoy estuviese sentado aquí, acompañando a Federico Arana, en un acontecimiento que verdaderamente me emociona. Bien podría señalar una por una las diversas empresas que este escritor, investigador y científico hidalguense a llevado a cabo durante su vida, pero antes que otra cosa, se impone sobre mí la pasión de lector y todavía puedo recordar cuando a mis veintipocos años me hice de un ejemplar de Las jiras, la novela con la que Arana obtuvo el premio Villaurrutia y que se había publicado en 1973, cuando apenas y quien les habla rondaba los 5 años de edad.
En aquel libro podía leerse y cito:
“Creo -empecé a contarle a Margaret- que la culpa de todo la tuvo el ambiente de la música pop. Hace años formé el grupo con unos compañeros de la escuela. Entonces nos llamábamos "The Happy Boys Blues Band Revelation", pero el baterista se separó robándonos el nombre, así que nos convertimos en "Los hijos del Ácido". Este nombre lo sugirió el Foco, como ocurrencia suya, pero después descubrimos que en Acapulco había un grupo homónimo en el que tocaba un primo suyo; por ello, cuando íbamos por aquellos lares, actuábamos con el nombre de "La Tropa Maldita".
Dedicarse a rocanrolero es agradable, por el dinero (fácil), las chicas (predispuestas), la popularidad, los viajes... Lo malo es que hay que rozarse con tipos como el Blondidudi, el Cerdo y el Foco, verdaderos indeseables”.
Y es que a finales de los ochenta hablar y disertar acerca de rock en México era prácticamente imposible; todavía se sentía la ley mordaza que trajo consigo el malogrado festival de Avándaro de 1971, y lo que es más, a finales de esa misma década (1980), Pachuca había sido invadida y vejada por las bola de alucinados jipitecas que arribaron para el mítico concierto que Johny Winter, la leyenda albina del blues, daría en el estadio revolución y que terminó en un desmadre, cuando a un músico le reventaron la cara con un botellazo. Ergo el rock and roll era un asunto de vicios y desadaptados, y algo prohibido para el resto de la sociedad.
Es por ello que Las jiras era una novela reveladora; gracias a ella se establecía que era viable abordar con seriedad la literatura sin tener que caer en la petulancia y la pesadumbre intelectual. Se podía escribir acerca de la vida al interior de una banda de rock e incluso ganar un premio de reconocido prestigio. Las jiras es un libro que sigue abriendo puertas hacía otra dimensión de la escritura, hacía un amplío páramo lleno de libertad creativa.
Un año antes del mundial de fútbol, exactamente en el fatídico 1985, va apareciendo paulatinamente en 4 tomos Guaraches de ante azul, la historia del roc en México, editada por Posada, y que es un trabajo fundamental para la historiografía del género en nuestro país; muy bien documentada, esta investigación de largo aliento, incluía además la visión crítica y ácida de su autor, que se daba tiempo para hacer bromas e ironizar acerca del asunto y sus propios colegas.
Así las cosas, habremos de mencionar que el guitarrista y líder del grupo Naftalina desarrolló también una importante trayectoria académica dentro de la UNAM, pero no en el campo de las humanidades sino en la Facultad de Ciencias, dada su formación como Biólogo, ramo en el que ha alcanzado el grado de Doctor.
Por si fuera poco, Federico también es pintor, dibujante y caricaturista; ha expuesto su obra en Estados Unidos, Suiza, Alemania y México; además ha compuesto música para algunas películas y colaborado para periódicos y revistas.
No menos memorable es su personaje Ornitóteles, el pájaro filosófico, protagonista de las caricaturas que iba publicando en el diario Novedades y que después se reunieron en dos libros. Aunque no son pocos los estudiantes que lo identifican por los textos de índole científico y didáctico que ha publicado, entre los que se encuentran: Método experimental para principiantes; Ecología para principiantes y Fundamentos de Biología.
Con tantos proyectos y actividades a cuestas, lo más probable es que pensemos que a este hombre no le queda tiempo para ninguna otra cosa. Que se encuentra ocupado y apenas si cuenta con espacio para comer y dormir, pero hoy nos demuestra todo lo contrario, pues podemos confirmar que Federico Arana es también un coleccionista compulsivo, que luego entrevera su parte lúdica con el rigor del investigador para conformar así obras tan singulares como los dos volúmenes con que ya cuenta México enmascarado, los recopilatorios de Máscaras y luchadores, que han visto la luz en coautoría con Mario Paniagua, su amigo de antaño y aficionado crónico a las arenas y cines de barriada.
Y cuando apunto acerca de esa afición recalcitrante por los cines de rompe y rasga y las arenas de medio pelo, conecto también con mi propia pasión por la lucha libre y su ramplona fantasía de tela y piel.
No voy a remontarme a los ensayos de Octavio Paz para explicar la importancia de la máscara en los pueblos latinoamericanos, ni haré una alocución acerca del simbolismo de la lucha libre y su conexión con la sempiterna batalla entre los opuestos complementarios: el bien y el mal, el cielo y el infierno. De todo ellos se da cuenta en el ensayo introductorio del primer tomo.
En vez de ello opto por recomendar la lectura y consulta de este par de libros dada su gran capacidad por devolvernos a tiempos idos, por remontarnos a un país que no existe más y del que muchos de los mexicanos ni se acuerdan o no se quieren acordar.
Al pasar las páginas me descubro de nuevo, cuando durante los veranos de mi infancia acudía a la Feria de Atotonilco, no motivado por los juegos mecánicos, sino por la presencia de un cine nómada, que divididas por tandas, proyectaba diversas cintas de luchadores. Afuera de la improvisada carpa, los espectadores indecisos escuchaban los acontecimientos a través de los altoparlantes y se animaban a pagar por dos tandas y acomodarse en las vigas de madera que hacían las veces de asientos.
Con el ciclo escolar había que regresar a la ciudad y a hacerse espacio para asistir al Cine Alameda (uno de los más viejos de Pachuca) para reventarse 3 películas completas por el mismo boleto, que incluían no sólo la saga entera de El Santo, sino también la de los Campeones justicieros (con todo y un rayo de Jalisco que más bien daba risa), las de Superzan (del que pocos sabían que era nada menos que el actor Jorge Rivero, o al menos eso se decía) o las de los jaguares, un clan de héroes tercermundistas que ni para mallas les alcanzaba y aparecían en las cintas en calzones de pintitas.
A los 8 años me cambié de casa, sólo para que la diosa fortuna designara que el nuevo domicilio se localizara a dos cuadras y media de la Arena Afición, catedral local del pancracio, y donde se batían figuras que ahora pertenecen al laberinto de los tiempos. Sobre aquel encordado desfilaban El troglodita Flores, René “Copetes” Guajardo, Lalo Montenegro y Karlof Lagarde; estetas secundarios que acompañaban a los grandes ídolos: Mil máscaras, Canek, Fishman, Villano III, El solitario y Aníbal, y en contadas ocasiones al propio Enmascarado de Plata, que aquí jugaba de local, pero venía poco.
Hoy día no puedo sino arrepentirme de haber regalado mi colección de casi un millar de revistas de luchadores. Box y Lucha, El halcón –sólo lucha libre- y otras más, que mi memoria no consigna. Quiso mi vicio por el rock and roll, las artes marciales y las mujeres que me olvidara por un tiempo de la lucha libre. Pero aunque las pasiones se agazapen y permanecen en estado recesivo, se hallan a la espera del estímulo adecuado que las haga reaparecer.
Máscaras y luchadores o México enmascarado, como se prefiera, tiene el poder de ilusionarnos e ilustrarnos en torno a la evolución de los personajes, sus atuendos y personalidades.
Cómo olvidar a La maravilla enmascarada, uno de los precursores, o que Huracán Ramírez tuvo de aliada a una monjita negra. Que Irma González llegó a enmascararse para encarnar a La novia del santo, o bien despatarrarse de risa al contemplar a luchadores tan delirantes como Pancho Pantera, las múltiples momias o los regionalistas Fantasma de la quebrada y Araña de Morelos.
Mazámbula, Canaima y Chanoc se remontaban al imaginario étnico, pero también había quien escribía mal su nombre en inglés o hasta inventaba palabras. Ahí están Neutrón o el Médico asesino perpetuando su leyenda de celuloide, al lado de inmortales como Blue Demon, que siempre madreó al Santo, Black Shadow, quien se desmoronó al perder la tapa, o el Psicodélico, tan acorde con los años sesenta.
Al final del segundo volumen se incluye una sección con los carteles y stills diseñados para promover las películas, en sí mismos dignos de un estudio profundo y que son joyas del arte naif o como dijera Sergio Arau, del más puro Art nacó.
En suma, Máscaras y Luchadores es una obra disfrutable como pocas, interesante te guste o no la lucha libre. Se trata de un documento que cada día irá ganando más valor y producto del trabajo incansable de un creador a tiempo completo, que también ha hecho suya aquella frase que dice que: no hay peor lucha, que lucha villa. Federico Arana siempre ha ganado la suya, subámonos con él al cuadrilátero de la lectura.
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