miércoles, 31 de diciembre de 2008

Un cuerpo, novela de Diego José



Tras el asesinato queda el cuerpo, pero no sólo se pierde un alma; tras una muerte física se desata todo un proceso de putrefacción que también acaba con la familia, con la inocencia y con la integridad.

La segunda novela de Diego José (1973) tiene como escenario una ciudad de provincia que puede ser casi cualquiera que experimente la transición de dejar de ser un pueblo grande para convertirse en otra anodina urbe sin identidad propia, un monstruo más de la modernidad.

Con gran cercanía al esquema del clásico Fuenteovejuna, aquí se cuenta el proceso de putrefacción de una sociedad y una nación entera en que imperan la impunidad y la ley de la selva. “A quien le importa, cuando vivimos en un país en el que iniciarse en el crimen desde joven es una forma de adquirir los anticuerpos que necesitarás para subsistir a la corrupción en el mundo de los adultos”.

Lo público y lo privado se entreveran. En el seno de una familia muere la hija adolescente, la encuentra su hermano menor. El padre se devasta y la madre decide mandarlo todo al carajo. Al chiquillo protagonista sólo le queda la posibilidad de escapar, mientras observa como el entorno se colapsa.

Este poeta vuelto también narrador es uno de los talentos mexicanos que se abre espacio en el mercado editorial español. Posee una prosa tan prístina que su crónica de la violencia cómplice es tan exacta como conmovedora. “Afuera, ruido de ambulancias, el morbo escurriéndose por los colmillos de los vecinos, gente de la ciudad, prensa, chirridos de llantas, olor a caucho.”

451 Editores, 08

Las malas amistades: el amateurismo como forma de arte



Suena “Cuaderno“; abre un teclado casero, y lo que sigue es una guitarra acústica que domina. La melodía parece simple, seminal, rústica. Como si fuera ejecutada por aprendices o niños. Cierra una batería electrónica de la más baja calaña, extraída de la más pura tradición charanguera.

La vanguardia sonora no sólo tiene esa cara formal y fría de la experimentación purista y académica, también puede ser desfachatada y azarosa. Se puede estar haciendo una propuesta novedosa incluso sin saberlo, sin pretenderlo. Tal espontaneidad puede surgir casi de la nada, por mero instinto, como en el arte naif, o bien puede calcularse, para mantener en el amateurismo al proyecto. Lo que no es infrecuente en el ambiente arty o intelectualoso. Se llega a dar una apariencia popular o populachera, aunque se provenga del ámbito artístico.

Todo esto puede sonar complicado, pero el hecho es que la música de los colombianos Las malas amistades es sencillísima; posee el encanto de lo improvisado, de las afortunadas ocurrencias. Se alimentan del folk y el pop, básicamente latinoamericano, pero con la actitud de quien ha sabido estudiar y analizar las corrientes de avanzada del mundo entero. Mantienen lo suyo en un low fi radical que encanta.

Desde el comienzo su formación fue atípica: una guitarra, un cuatro, tres teclados, batería electrónica, melódica y un puñado de instrumentos de percusión. Todo tocado como si en realidad no se supiera hacerlo, como si se llevara 5 minutos con el instrumento correspondiente o como si lo tocara cualquier persona que fuera pasando.

Y es que tener el valor de hacer algo así, además de conservarlo puro, tiene su mérito. La cosa más natural es que te vayas afirmando como “profesional” de la música y no te conforme sonar de esa manera, prácticamente fuera de cuadratura y afinación.

A Las malas amistades tal postura no les vino mal. Formados desde 1994 a la fecha han editado 3 álbumes y reducido sus presentaciones en directo casi al mínimo. Pero la diosa fortuna –más los tiempos que corren- hicieron viajar su material hasta alcanzar manos y oídos inesperados. ¿Quién hubiese pensado que llegaría a Damon Albarn?









La mente tras Blur y Gorillaz no se lo pensó dos veces para fichar a este combo bogotano para su sello Honest Jons, con quien debutaron con un segundo disco Jardín Interior (06) Bajo este auspicio sus composiciones han transpuesto fronteras y alcanzado estaciones aniversarias de los Estados Unidos y otras partes del mundo. No reparan en señalar haber sido la banda más radiada de una estación colegial de Carolina del Norte, durante 2005.

Patio bonito, su tercer largo, reafirma lo que la banda divulga por doquier: que lo suyo es música urbana y melódica, pero precaria y libre. A la fecha se conoce que varios de sus miembros son estudiantes de arte, por lo que no extraña su concepción de la música, que puede ser provocadora para quien no capte la intención con que ha sido creada. Cantar mal es todo un estilo.

En torno suyo han girado distintos proyectos creativos; como un concurso para que videoastas ilustraran los temas de su disco debut o su intervención en el festival de Performance de Cali, edición 2001.
Con recursos muy limitados se atreven a incursionar en la electrónica rústica, pero también en el cha-cha-cha u otros ritmos folklóricos. A este sexteto no le da miedo ni pena de nada; ellos tiran pa´lante con un desparpajo punketo, propio del que no espera nada y consigue mucho.
Todo parece improvisado; de la estructura de las canciones a las letras. Como en un juego que conoces el derrotero de los “ismos”, del surrealismo bretóniano a la incursión situacionista. Mucho han reflexionado lo suyo aunque no lo aparenten. De repente suenan como unos Aterciopelados en ácido durante sus comienzos. Sus canciones van desgranado frases sueltas, triviales, tan comúnes que a cualquiera se le podrían ocurrir.
Su caso quizá sólo sea comparable al de los Amigos invisibles en Venezuela y Los de Abajo en México, firmados inesperadamente por Luaka Bop. De no pertenecer a sello alguno a firmar en las grandes ligas. Allende la frontera colombiana apreciaron su arrojo, pero no se trata de algo aislado; sí es que se les quiere encontrar cercanías, pues hay que anotar a Javiera Mena, Juana Molina y sobre todo Gepe, procedente de Chile.
Ahora nos ofrecen 19 temas en los que desfilan los ecos de viejas cumbias colombianas pasando por Juan Gabriel y Sandro sancochados con Young Marble Giants o los Residents. Les gustan por igual Leo Dan que Sonic Youth o la bizarrez de Pram con algo de balada.
Las malas amistades no desprecian a nadie y la suya es una de las propuestas más libérrimas y despatarradas del continente. Y quien se atreva a negarlo, basta con que de Play a un disco imprevisible, carente de lógica y cuyo delirio musical se desparrama.